viernes, agosto 8

Compás de higuera



Hace un tiempo escribí lo que sigue.
Algunos me dijeron que puede conservarse.
No se si tendrá virtud curativa ni tampoco si sirve para algo.
Vosotros veréis.

Salí esta mañana de casa sin pensar en nada. La bruma y la humedad no son mis mejores amigas, en los días laborables.

Ni hablar de la pegajosa garúa.

Mientras paseaba hacia el tren descubrí que habían sacado un árbol en la vereda de una playa de estacionamientos y escuché (quizás un poco impúdicamente) las alabanzas del propietario, al factor de esa labor.

El “paraíso” había reventado el canterito, rompiendo la vereda, al que los orcos confinaron su existencia forzando malformaciones de raíz y tronco.

Hace unos meses habían hecho lo mismo con dos tilos que había a la entrada de mi actual tienda.

Me acordé de las enredaderas que en Isengard no dejaron piedra sobre piedra en la batalla de los Ents y, con resignación, continué mi camino mascullando cosas sobre la oscuridad, los orcos y esas cosas que entretienen mi cabeza.

Ya en el tren, me enfrasqué en la lectura. En el único lugar donde se puede respirar los días húmedos es en el furgón. Al tener ventanas, y carecer de presurización aireacondicionadística, una brisa natural puede darnos su hálito vivificante para llegar con vida a la terminal.

Al llegar, del libro salieron cosas maravillosas que no quería dejar de leer y me quedé pensando.

Newman, un inglés sabio como un Padre, descubre que

“Cada ráfaga de aire, y rayo de luz y calor, toda bella perspectiva, son por así decir, las orlas de las vestiduras, la ondulación de la ropa de aquellos cuyos ojos ven a Dios”.

se pregunta por los pensamientos de un hombre que

“al examinar una flor, una brizna de hierba, o una guija, o un rayo de luz, cosas que él trata como tan por bajo de si mismo en la escala de la existencia, descubriera súbitamente estar en presencia de un ser poderoso que estuviera oculto detrás de las cosas que estaba examinando; un ser que escondiendo su sabia mano, estaba dándoles belleza, gracia y perfección, como instrumento de Dios para ese fin; es más, un ser cuyo ropaje y ornamentos eran esos mismo objetos que tan ávidamente analizaba”.

Cerré el libro y pensando en esas cosas empecé a caminar la plaza que separa esa estación del norte de mi rutinario viaje matinal.

Al entrar en la avenida, sobre una pequeña pared, vi un derrumbe.

Una semilla de ceibo intentando abrirse camino entre el muro venció su resistencia y se hizo fuerte luchando contra el asfalto y los ruidos, pese a conocer que sus días en ese paraje son mas que contados. Ya tenía dos claros brotes con sus hojas y elevaba su verde al cielo, aunque a poca altura.

A muy pocos metros de ese drama, una higuera.

Como en todos los inviernos, supuse (antes de mirarla), ya no tendrá en sus ramas lúgubres el frescor de sus hojas. Esas con las que otrora taparon su desnudez nuestros primeros padres.

Era cierto. Pelada como un penado, la higuera desplegaba su desnudez raquítica.

Sin embargo, unos faros verdes llamaron mi atención rezagando mis pasos.

¡No podía ser que a esta altura del año, a pocos días del invierno, hallase verde en esa planta!.

Pero si. Había tres gotas verdes al final de los ralos gajos de sangre seca.

La higuera tenía tres higos, y tres higos generosos.

Sorprendido, me quedé pensando, ¿Serán fruto del “calentamiento global”?.

¿Estamos con temperaturas desordenadas para la época y esta higuera no sabe ya que hacer?

¿Da frutos en invierno respondiendo al cambio climático?.

Dudando de mis conocimientos meteorológicos, recordé la parábola de la Higuera estéril...

«Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?" Pero él le respondió: "Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas."»

y también la maldición de la higuera de Betania

“Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; acercándose a ella, no encontró más que hojas; porque no era tiempo de higos. Tomando la palabra le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!» Y sus discípulos lo oyeron”...

“Al pasar muy de mañana, vieron la higuera, que estaba seca hasta la raíz. Pedro, recordándolo, le dice: «¡Rabbí, mira!, la higuera que maldijiste está seca.».

... y fue ahí cuando recordé que había otra referencia de Cristo a una higuera y voilà

«Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

Haciendo un enramado de los tres pasajes, me dio por pensar que la pobre higuera de Comodoro Py, no quería seguir la misma suerte que su anciana prima de Betania.

Pese a no tener quien la abone y riegue, ni quien le carpa la tierra, estaba preparando sus frutos para “cuando guste mandar” a Quien viene a buscarlos.

Ante mi costado de “Refutador de leyendas” ese pensamiento se presentó como una humanización del vegetal, de suyo incapaz de reconocer la Divinidad, y menos de prever la necesidad de contar con frutos para no ser maldecida en la Segunda Venida.

Pero resulta que el mismo Cristo dice que debemos observar sus brotes para prever el verano.

¿Si pueden predecir esa llegada, no podrán predecir La Llegada?

¿No será un nuevo signo que, por la anomalía climática, por la información genética que trajera de antaño o por la intervención del “un ser cuyo ropaje y ornamentos eran esos mismo objetos que tan ávidamente analizaba” dice, en silencio, no pocas cosas en estos tiempos de ruidos y rumores?

¿Quizás solo es una higuera urbana y trastocada y yo debería dejarla al costado todas las mañanas sin prestarle atención mirando que ningún camión me pase por encima y nada más?

Pero quizás nos estén llenando de asfalto y cortando los pocos árboles que nos quedan y, privándonos de los signos necesarios para discernir la llegada del Estío Final, no lo veamos venir.

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