miércoles, octubre 7

La felicidad del infeliz


La Felicidad del Infeliz



Me asombran, algunas veces, aquellos que se asombran de mi calma en el estado, digno de conmiseración, al que me redujo la enfermedad. Perdí el uso de las piernas, los brazos, las manos y me quedé casi ciego y me volví casi mudo. No puedo, pues, caminar ni estrechar la mano de un amigo ni siquiera escribir mi nombre; no puedo leer más y me resulta casi imposible conversar o dictar (una página). Son pérdidas irremediables y renuncias tremendas, sobre todo, para uno que tenía la manía continua de caminar a pasos rápidos, de leer a toda hora y de escribir todo por sí mismo: cartas, apuntes, pensamientos, artículos y libros.


Con todo, no es poca cosa lo que me ha quedado, y es mucho y es lo mejor.


Naturalmente, es cierto que las cosas y las personas se me aparecen como formas indeterminadas y opacas, casi fantasmas vistos a través de una niebla cenicienta, aunque también es verdad que no estoy condenado completamente a las tinieblas: logro todavía disfrutar de una festiva invasión de sol y de la esfera de luz que irradia una lámpara. Puedo entrever, además, acercándolas mucho al ojo derecho, las manchas coloreadas de las flores y los rasgos de un rostro. Empero, estos últimos destellos de la visión anulada, le parecen milagros gloriosos a un hombre que, desde hace más de veinte años, vive en el terror de la oscuridad perpetua.


No basta: disfruto siempre de poder escuchar las palabras de un amigo, la lectura de un hermoso poema o de una historia hermosa; puedo escuchar un canto melodioso o una de esas sinfonías que dan un nuevo calor a todo el ser.


Y todo esto no es nada comparado con los regalos aún más divinos que Dios me ha dejado. Salvé, aun al precio de combates cotidianos, la fe, la inteligencia, la memoria, la imaginación, la fantasía, la pasión por meditar y por razonar, y esa luz interior que se llama intuición o inspiración. Salvé también el afecto de los familiares, la amistad de los amigos, la facultad de amar aun a aquellos a quienes no conozco personalmente y la felicidad de ser amado por aquellos que me conocen solo a través de las obras. Y todavía puedo comunicar a los otros, aunque con atroz lentitud, mis pensamientos y mis sentimientos.


Si pudiera moverme, hablar, ver y escribir; pero tuviera la mente confundida y obtusa, la inteligencia tórpida y estéril, la memoria tarda y llena de lagunas, la imaginación débil y apagada, el corazón árido e indiferente, mi desventura sería infinitamente más terrible. Sería un alma muerta dentro de un cuerpo inútilmente vivo. ¿De qué me serviría tener una lengua inteligible si no tuviera nada que decir? Siempre sostuve la superioridad del espíritu sobre la materia; sería un estafador y un cobarde si ahora, llegado el momento de la prueba, hubiera cambiado de opinión bajo el peso de los padecimientos. Pero siempre preferí el martirio a la imbecilidad.


Y ya que me siento con ánimo para las confesiones, quiero ir más allá de lo verosímil y lanzarme a lo increíble. Los signos esenciales de la juventud son tres: la voluntad de amar, la curiosidad intelectual y el espíritu agresivo. A pesar de mi edad, y a despecho de mis males, siento intensamente la necesidad de amar y de ser amado, tengo el deseo insaciable de aprender cosas nuevas en todo dominio del saber y del arte, y no escapo de la polémica y del asalto cuando se trata de la defensa de los valores supremos.


Por más que pueda parecer delirio risible, tengo la temeridad de afirmar que aun hoy me siento impulsado en el inmenso mar de la vida, por la alta marea de la juventud.


GIOVANNI PAPINI
De "Schegge" [astillas], Il Corriere della Sera, del 19 de febrero de 1956



Tomado de aquí


1 comentario:

Anónimo dijo...

Es lo mas hermoso que he leído!