miércoles, febrero 13

Khazad-dûm



La figura oscura de estela de fuego corrió hacia ellos.  Los orcos aullaron y se desplomaron sobre las losas que servían como puentes.  Boromir alzó entonces el cuerno y sopló.  El desafío resonó y rugió como el grito de muchas gargantas bajo la bóveda cavernosa.  Los orcos titubearon un momento y la sombra ardiente se detuvo.  En seguida los ecos murieron, como una llama apagada por el soplo de un viento oscuro, y el enemigo avanzó otra vez.

      -¡Por el puente! - gritó Gandalf, recurriendo a todas sus fuerzas ¡Huid!  Es un enemigo que supera todos vuestros poderes.  Yo le cerraré aquí el paso. ¡Huid!

      Aragorn y Boromir hicieron caso omiso de la orden y afirmando los pies en el suelo se quedaron juntos detrás de Gandalf, en el extremo del puente.  Los otros se detuvieron en el umbral del extremo de la sala, y miraron desde allí, incapaces de dejar que Gandalf enfrentara solo al enemigo.

      El Balrog llegó al puente.  Gandalf aguardaba en el medio, apoyándose en la vara que tenía en la mano izquierda; pero en la otra relampagueaba Glamdring, fría y blanca.  El enemigo se detuvo de nuevo, enfrentándolo, y la sombra que lo envolvía se abrió a los lados como dos vastas alas.  En seguida esgrimió el látigo y las colas crujieron y gimieron.  Un fuego le salía de la nariz.  Pero Gandalf no se movió.

      -No puedes pasar -dijo.  Los orcos permanecieron inmóviles y un silencio de muerte cayó alrededor-.  Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor.  No puedes pasar.  El fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udûn. ¡Vuelve a la Sombra!  No puedes pasar.

      El Balrog no respondió.  El fuego pareció extinguirse y la oscuridad creció todavía más.  El Balrog avanzó lentamente y de pronto se enderezó hasta alcanzar una gran estatura, extendiendo las alas de muro a muro; pero Gandalf era todavía visible, como un débil resplandor en las tinieblas; parecía pequeño y completamente solo; gris e inclinado, como un árbol seco poco antes de estallar la tormenta.

      De la sombra brotó llameando una espada roja.

      Glamdring respondió con un resplandor blanco.

      Hubo un sonido de metales que se entrechocaban y una estocada de fuego blanco.  El Balrog cayó de espaldas y la hoja le saltó de la mano en pedazos fundidos. El mago vaciló en el puente, dio un paso atrás y luego se irguió otra vez, inmóvil.

      -¡No puedes pasar! -dijo.

      El Balrog dio un salto y cayó en medio del puente.  El látigo restalló y silbó.

      -¡No podrá resistir solo! -gritó Aragorn de pronto y corrió de vuelta por el puente-. ¡Elendil! -gritó-. ¡Estoy contigo, Gandalf!

      -¡Gondor! -gritó Boromir y saltó detrás de Aragorn.

      En ese momento, Gandalf alzó la vara y dando un grito golpeó el puente ante él.  La vara se quebró en dos y le cayó de la mano.  Una cortina enceguecedora de fuego blanco subió en el aire.  El puente crujió, rompiéndose justo debajo de los pies del Balrog y la piedra que lo sostenía se precipitó al abismo mientras el resto quedaba allí, en equilibrio, estremeciéndose como una lengua de roca que se asoma al vacío.

      Con un grito terrible el Balrog se precipitó hacia adelante; la sombra se hundió y desapareció.  Pero aún mientras caía sacudió el látigo y las colas azotaron y envolvieron las rodillas del mago, arrastrándolo al borde del precipicio.  Gandalf se tambaleó y cayó al suelo, tratando vanamente de asirse a la piedra, deslizándose al abismo.

      -¡Huid, insensatos! -gritó, y desapareció.

     El fuego se extinguió y volvió la oscuridad.  La Compañía estaba como clavada al suelo, mirando el pozo, horrorizada.  En el momento en que Aragorn y Boromir regresaban de prisa, el resto del puente crujió y cayó.  Aragorn llamó a todos con un grito.

      -¡Venid! ¡Yo os guiaré ahora!  Tenemos que obedecer la última orden de Gandalf. ¡Seguidme!

      Subieron atropellándose por las grandes escaleras que estaban más allá de la puerta.  Aragorn delante, Boromir detrás.  Arriba había un pasadizo ancho y habitado de ecos.  Corrieron por allí.  Frodo oyó que Sam lloraba junto a él y en seguida descubrió que él también lloraba y corría.  Bum, bum, bum, resonaban detrás los redobles, ahora lúgubres y lentos.

      Siguieron corriendo.  La luz crecía delante; grandes aberturas traspasaban el techo.  Corrieron más rápido.  Llegaron a una sala con ventanas altas que miraban al este y donde entraba directamente la luz del día.  Cruzaron la sala, pasando por unas puertas grandes y rotas y de pronto se abrieron ante ellos las Grandes Puertas, un arco de luz resplandeciente.

      Había una guardia de orcos que acechaba en la sombra detrás de los montantes a un lado y a otro, pero las puertas mismas estaban rotas y caídas en el suelo. Aragorn abatió al capitán que le cerraba el paso y el resto huyó aterrorizado.  La Compañía pasó de largo, sin prestarles atención.  Ya fuera de las puertas bajaron corriendo los amplios y gastados escalones, el umbral de Moria.

      Así, al fin y contra toda esperanza, estuvieron otra vez bajo el cielo y sintieron el viento en las caras.

      No se detuvieron hasta encontrarse fuera del alcance de las flechas que venían de los muros.  El Valle del Arroyo Sombrío se extendía alrededor.  La sombra de las Montañas Nubladas caía en el valle, pero hacia el este había una luz dorada sobre la tierra.  No había pasado una hora desde el mediodía.  El sol brillaba; la luz era alta y blanca.


      Miraron atrás.  Las puertas oscuras bostezaban a la sombra de la montaña.  Los lentos redobles subterráneos resonaban lejanos y débiles. Bum.  Un tenue humo negro salía arrastrándose.  No se veía nada más; el valle estaba vacío.  Bum.  La pena los dominó a todos al fin y lloraron: algunos de pie y en silencio, otros caídos en tierra.  Bum, bum.  El redoble se apagó.