Así se ha asistido a intervenciones de algunos responsables eclesiales en debates éticos, respondiendo a las expectativas de la opinión pública, pero se ha dejado de hablar de ciertas verdades fundamentales de la fe, como el pecado, la gracia, la vida teologal y los novísimos.
Sin darse cuenta, se ha caído en la auto-secularización de muchas comunidades eclesiales; estas, esperando agradar a los que no venían, han visto cómo se marchaban, defraudados y desilusionados, muchos de los que estaban: nuestros contemporáneos, cuando se encuentran con nosotros, quieren ver lo que no ven en ninguna otra parte, o sea, la alegría y la esperanza que brotan del hecho de estar con el Señor resucitado.
Actualmente hay una nueva generación, ya nacida en este ambiente eclesial secularizado, que, en vez de registrar apertura y consensos, ve ensancharse cada vez más en la sociedad el foso de las diferencias y las contraposiciones al Magisterio de la Iglesia, sobre todo en el campo ético.
En este desierto de Dios la nueva generación siente una gran sed de trascendencia.
Son los jóvenes de esta nueva generación los que llaman hoy a la puerta del seminario y necesitan encontrar formadores que sean verdaderos hombres de Dios, sacerdotes totalmente dedicados a la formación, que testimonien el don de sí a la Iglesia, a través del celibato y de una vida austera, según el modelo de Cristo, buen Pastor. Así, esos jóvenes aprenderán a ser sensibles al encuentro con el Señor, participando diariamente en la Eucaristía, amando el silencio y la oración, y buscando en primer lugar la gloria de Dios y la salvación de las almas
“Si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora.”
¡Qué lejos están de todo esto quienes, en nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo en la celebración de la santa misa ritos tomados de otras religiones o particularismos culturales! (cf. Redemptionis Sacramentum, 79).
El misterio eucarístico —escribía mi venerable predecesor el Papa Juan Pablo II— es un «don demasiado grande para soportar ambigüedades y reducciones», particularmente cuando, «privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno» (Ecclesia de Eucharistia, 10).
En la base de varias de las motivaciones aducidas está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una intervención divina real en este mundo en socorro del hombre. Este, sin embargo, «se encuentra hasta tal punto incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal, que cada uno se siente como atado con cadenas» (Gaudium et spes, 13).
Quienes comparten la visión deísta consideran integrista la confesión de una intervención redentora de Dios para cambiar esta situación de alienación y de pecado, y se emite el mismo juicio a propósito de un signo sacramental que hace presente el sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de un signo que correspondiera a un vago sentimiento de comunidad.
El culto no puede nacer de nuestra fantasía; sería un grito en la oscuridad o una simple autoafirmación. La verdadera liturgia supone que Dios responda y nos muestre cómo podemos adorarlo. «La Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se entregó antes a ella en el sacrificio de la cruz» (Sacramentum caritatis, 14).
La Iglesia vive de esta presencia y tiene como razón de ser y de existir difundir esta presencia en el mundo entero.