miércoles, noviembre 17

Al Altar de un piedrazo



En estos tiempos a veces se intenta explica mucho todo. Incluso lo inexplicable. Sobretodo cuando las realidades superan los humano y nos adentramos en misterios que van mas allá.


Es el caso del matrimonio.


Les dejo un resumen mal hecho de la historia de Nisco y Catalina que se casaron de un piedrazo contra la voluntad del primero. Y fueron felices y comieron perdices.



Catalina despreciada


Dos amigos -Pablo y Nisco- se encuentran a charlar:


“- Nisco, por qué dejaste a Catalina; pues nunca me hablaste de ese asunto, y a mí no me gusta meterme donde no me llaman. Ahora me llamas, y te lo pregunto. ¿Por qué la dejaste?


-Porque me gustó la otra más que ella, -respondió Nisco sin titubear.


-Pues eso es una mala partida, y, además, un mal negocio para ti. Así lo entiendo y así te lo digo. Tú, con tu chaqueta, tus rizos y tus labranzas, con el hacha en la mano o bailando en el corro en mangas de camisa, eres un mozo como no hay otro en estos lugares; pero échate encima de repente una levita y arrímate a una señora, y hasta los muchachos te correrán; porque todo eso que has aprendido y antes no sabías, si te levanta mucho sobre los de tu condición, te deja todavía a cien leguas de lo que pretendes. Doy por hecho que una dama como la que sueñas te elevara a su altura de la noche a la mañana, porque hay gustos para todo: ¿qué ibas ganando en ello, valiendo, donde te ponían, mucho menos que tu mujer? Y yo creo, Nisco, que el matrimonio en que el marido no sabe guardar su puesto, es mal matrimonio; y el puesto se guarda valiendo el marido más que la mujer, es decir, siendo rey y señor de su casa, no sólo por más fuerte, sino por más entendido en cuanto les rodee en la esfera que ocupen ambos. Cuanto más tenga la una que aprender del otro, más se ufanará con él y más alta se pondrá en la consideración de las gentes. Pues dame el caso a la inversa, y verás a los dos en la picota de la zumba; porque ésa es la ley..., y así debe de ser. Y si esto sucede aun siendo la mujer y el marido de una misma alcurnia y de idéntica educación, ¿qué no sucederá cuando, además de ignorante, él es tosco destripaterrones, y ella una dama culta y discreta? Y ¿cómo la mujer que comienza por avergonzarse en público de las groserías de su marido, no ha de concluir por perderle la estimación, y hasta por aborrecerle en secreto? Pues a todo esto se expone, a mi entender, quien intenta lo que tú, de golpe y porrazo y sin limpiarse antes las costras del oficio, rodando mucho por el mundo y calándose los hábitos de señor por sus pasos contados. Este es, Nisco, mi parecer.


Con las alas del corazón lacias y caídas le recibió el presuntuoso hijo del alcalde, que mayores alientos aguardaba de su amigo. ¡Y eso que Pablo sólo conocía hasta entonces el pecado! ¡Qué no se le ocurriera si también le fuera conocido el nombre de la pecadora!


Guardole Nisco en lo más recóndito de su memoria, y callose como un muerto.


No por verle mudo y abatido se ablandó Pablo, que era la misma sinceridad. Antes bien, tomó el punto donde le había dejado, y añadiole estas palabras:


-Por supuesto, que tú no estás enamorado.


-¿Qué no? -exclamó Nisco casi haciendo pucheros.


-No -insistió Pablo-. El amor necesita algo en que fundarse, y aquí no hay más base que el viento de tu cabeza. Eres presumido; eres ambicioso; antojósete que venían las cosas por el camino de tus deseos..., y eso es lo que hoy te atolondra: la hinchazón de tu vanidad, por una ganga entre cejas. Ni más ni menos. ¡Y por esa majadería, que no pasa de un sueño tonto, dejas a Catalina!


-¡Dale con esa..., miseria! -gruñó Nisco despechado y nervioso.


Cargose Pablo de veras, y le enderezó estas razones:


Miseria Catalina!... ¡La mejor moza del pueblo! ¡Tan rica como tú! ¡Honrada como la que más!... ¿En qué la aventajas, meleno? ¿Dónde habría matrimonio más igual y más lucido? ¿Dónde te vieras tú más honrado, más en tu puesto, más rey y señor de tu casa, que siendo marido de Catalina, que se miraría en tus ojos y te adivinaría los pensamientos? Y ¿qué otra cosa necesitas tú, con la cuna en que naciste, la educación que tienes y el oficio que traes, para no envidiar ni al rey en su trono?... Yo no sé adular, Nisco.


-¡Bien se te conoce, paño! -respondió éste, de muy mal humor.


-Tú lo has querido.


-Es verdad; pero no lo conté tan amargo.


-Por tu bien lo dije como a mí me sabe.


-Se agradece el deseo, Pablo; pero..., cada uno es cada uno..., y yo me entiendo.


-Pues buen provecho te haga lo que te espera, si oyes más a tu vanidad que a mis consejos.


Y con esto se acabó la conversación. Levantose Pablo, imitole Nisco; y ambos, después de dar una vuelta maquinal por el cierro, sin hablarse palabra, volviéronse a Cumbrales, mudos también: pensativo, pero no triste, el uno; acongojado, lacio y gemebundo el otro.



***


Peleas eran las de antes


“No muy lejos de Pablo andaba Nisco, que tampoco peleaba al uso de la tierra, como su adversario quería; es decir, pecho a pecho y brazo a brazo, con variantes de zarpada y mordisco, sino a puñetazo seco y a rempujón pelado; mas no procedía así porque su contrario fuera más fuerte que él, pues allá se andaban en brío y en tamaño, sino porque en el hijo de Juanguirle obraban la vanidad y la presunción lo que en Pablo la necesidad aquel día.


Es de saberse que hasta para luchar a muerte era vanidoso y presumido el demonio del muchacho aquél. Así se le veía rechazar a su enemigo con un golpe seguro y meditado, y aprovechar la breve tregua para atusarse el pelo y acomodar el sombrero en la cabeza. Sus brazos, antes de herir con el puño, describían en el aire elegantes rúbricas, y no tomó actitud su cuerpo que no fuera estudiada. Parecía un gladiador romano. Estaba un poco pálido y se sonreía mirando a las muchachas que le contemplaban. Otras veces recibía con las manos la embestida del enemigo; le sujetaba por los brazos, le zarandeaba un poco, y después le despedía seis pasos atrás; y vuelta a componerse el vestido, a colocarse el sombrero, a sacudirse el polvo de las perneras, y a sonreír a las muchachas, entre las que estaba Catalina a tres varas de él, anhelosa, conmovida y siguiendo con la vista, y en la vista el alma, todos sus ademanes y valentías.


Cuando una sonrisa de las de Nisco era para ella, parecía decirle la gallarda moza con los ojos: «¡Ánimo, valiente!, que en cuanto las fuerzas y la serenidad te falten, aquí estoy yo para morir a tu lado defendiendo tu vida». ¡Era digno de estudio y de admiración aquel bravo mozo! En su cara risueña, y mientras se acicalaba, entre embestida y sopapo, se leían claramente estos pensamientos:


-«No quiero mal a este enemigo; no tengo empeño en causarle daño; peleo con él porque soy de Cumbrales y él es de Rinconeda, y para que vea que ni le temo ni es capaz de vencerme..., pero que no me toque en el pelo de la ropa. ¡Eso sí que no lo tolero yo!».


En tanto, don Pedro Mortera, que acababa de ver a Nisco, se dirigía a él llamándole a la paz; a lo que el mozo respondió con una sonrisa, después de pegar un bofetón a su contrario. Volvía otra vez la cara hacia éste, cuando una piedra le hirió en la frente y le tendió de espaldas, sin decir Jesús. No se supo cuál fue primero, si la pedrada, la caída del herido, no en el suelo, sino en los brazos de Catalina, o el lanzar ésta un grito como si la hubieran atravesado el corazón de una puñalada.


Vio que la sangre fluía en abundancia de la herida, y pensó volverse loca.


-¡Muérame yo! -gritaba, haciendo trizas su delantal y su pañuelo para cerrar aquella brecha por donde creía ver escaparse la existencia del valiente mozo- ¡Mate Dios cien veces al traidor que te ha herido!... ¡Mate otras tantas al bruto que amañó esta guerra; pero que no te mate a ti, que vales el mundo entero!... ¡Virgen María de los Dolores! ¡La mejor vela te ofrezco con la promesa de no bailar más en mi vida, si la de él conservas, aunque yo jamás la goce!


Uníase a estos gritos el vocear del contrario de Nisco, negando toda participación en la felonía; chispeaban los ojos de Pablo buscando entre la muchedumbre algo que delatara al delincuente; ordenaba don Pedro lo más acertado para bien del herido; acudían gentes aterradas a su lado; y mientras esto acontecía y se buscaba a Juanguirle entre los combatientes, las tintas de los celajes iban enfriándose; desleíanse los nubarrones, cual si sobre ellos anduvieran manos gigantescas con esfuminos colosales; una cortina gris, húmeda y deshilada, como trapo sucio, se corrió sobre los picos más altos del horizonte; brilló debajo de ella la luz sulfúrea del relámpago, y comenzaron a caer lentas, grandes y acompasadas gotas de lluvia, que levantaban polvo y sonaban en él como si fueran de plomo derretido.


Sobre el estado de Nisco se contó mucho y muy contradictorio, desde darle por muerto hasta creerle ya sano y de pie. A última hora entró una vecina suya en busca de vino blanco para ponérselo, con aceite y romero, en paños sobre la herida. El bravo mozo había recobrado el conocimiento y estaba fuera de todo peligro.


Esta noticia fue la única fidedigna; y se la traslado al lector, con el mayor gusto, porque sé que en ella le ha de recibir muy señalado.


***


Casáronse, pues, Ana y María, y casose también, al mismo tiempo, Nisco con Catalina, a quien llenaron de regalos las dos venturosas jóvenes, como Pablo llenó a Nisco de otros no menos valiosos y adecuados. Fue aquél un día de fiesta para Cumbrales; pues entre deudos, amigos y curiosos, se llevaron de calle todo el vecindario. ¡Bien le fue entonces a la Rámila! ¡Bien les fue a todos los pobres! ¡Bien le fue al cura, y, sobre todo, a los muchachos que le ayudaron! Entre ellos-andaban Cabra y Lambieta. A más de cinco reales partieron, ¡que ya es partir!, pues nunca llegó a seis cuartos lo que sacó en los casorios y bautizos más solemnes cada muchacho de los arrimados allá."


"El sabor de la tierruca"


José María de Pereda