"Señor, yo estoy aquí y Tú estás aquí. Yo te conozco. No hay nada más que Tú y yo. Yo dejo todo lo demás en tus manos: tu sacerdote caído, tu pueblo, el mundo, y yo mismo. Lo arrojo delante de Ti, los arrojo delante de Ti".
Pausó, suspendido en su acto, hasta que todo lo que había pensado se extendió ante él como un valle bajo de un pico.
"Yo mismo, Señor, allí si no fuera por tu gracia, iría yo también en tinieblas y ruina. Eres Tú quien me preserva. Mantiene y consuma tu obra dentro de mi alma. No me dejes fallar ni un instante. Si Tú separas tu mano, yo caigo en la nada."
Así su alma permaneció un instante, con las manos tendidas suplicantes, abandonada y confidente. Entonces su voluntad parpadeó en su conciencia, y él repitió actos de fe, esperanza y amor. Aspiró de nuevo largamente, sintiendo la Presencia palpitar y moverse en él, y comenzó de nuevo.
"Señor, mira sobre tu pueblo. Muchos están desprendiéndose de Ti. Ne in aeternum irascaris nobis... Yo me uno a todos los ángeles y santos y María, la Reina del Cielo: mira sobre ellos y sobre mi y escúchanos. Emitte lucem tuam et veritatem tuam!... ¡Tu luz y tu verdad! No nos cargues cargas mayores que las que podamos llevar.
¡Señor!, ¿porqué no hablas?
Se retorció en una pasión de expectativa, sintiendo sus músculos contraerse en el esfuerzo. Una vez más se abandonó; y el sutil juego de los actos sin plegaria comenzó, que él sabía era el corazón mismo de la plegaria. Los ojos de su alma volaron aquí y allá, desde el calvario al cielo y otra vez a la vacilante, desolada tierra. Vio a Cristo gritando de desamparo mientras temblaba y rugía el suelo; a Cristo reinando como sacerdote en su trono con vestes de luz; a Cristo paciente e inexorablemente silente bajo las especies sacramentales; y sobre cada cosa en turno llamó a los ojos del Eterno Padre.
Entonces aguardó por comunicaciones, y ellas vinieron, tan tenues y delicadas -pasajeras como sombras- que su voluntad sudó sangre y lágrimas en el esfuerzo por captarlas y fijarlas y corresponder ...
Vio al Cuerpo Místico en agonía, extendido como sobre una cruz por el mundo todo, mudo de pena, vio este y estotro nervio o fibra arrancado o torcido, hasta que el dolor se le presentó como bajo el aspecto de notas de color; vio la sangre vital gota a gota caer de su cabeza, manos y pies. El mundo se había reunido, burlón y feroz, debajo. Salvó a otros; a sí no puede salvarse...Que Cristo baje de la cruz y creeremos en Él. Lejos de allí, en matorrales y cuevas de la tierra, los amigos de Jesús atisbaban y lloraban; María misma callaba, pasada de siete espadas, el discípulo que Él amaba, no tenía palabras de consuelo.
Vio también cómo ninguna palabra iba a ser dicha desde el cielo; los ángeles mismos tenían orden de envainar sus espadas y aguardar la eterna paciencia de Dios, porque la agonía recién había comenzado; había miles de horrores todavía antes de la conclusión, esa suma de todo el calvario... Él debía aguardar y vigilar, contento de estar allí y no hacer nada; y la Resurrección tenía parecerle un remoto y vago sueño de la esperanza. Tenía que venir todavía el Sábado, con el místico cuerpo yacente en el sepulcro e incluso fuera de vista, y aun la patética dignidad de la Cruz debía desaparecer, y el conocimiento de que Jesús estaba allí. El mundo interior, al cual con gran conato y constancia había aprendido a entrar, estaba impregnado de agonía; era más quemante que escarcha, era de esa pálida luminosidad que es el último producto del dolor; zumbaba en sus oídos con una nota que montaba a queja... lo oprimía, penetraba en él, lo extendía como en un ecúleo. Y con esto, desmayó su voluntad y desfalleció un momento.
- ¿Señor! ¡No puedo llevarlo! - gimió
En un instante estaba en sí otra vez, respirando su desolación. Pasó la lengua sobre los labios secos y abrió los ojos hacia el ábside ensombrecida. El órgano había callado, y el coro se había ido, apagadas las luces. El color crepuscular también se había disipado de sobre los muros, y frías faces sombrías miraban hacia él desde paredes y bóvedas. había salido de nuevo a la superficie de la vida; el arrobo había cesado; y apenas recordó lo que había sentido.
Pero él debía recoger los hilos y con pura volición anudarlos en sí. Debía pagar su tributo también al Señor que se había entregado a los sentidos lo mismo que al interior espíritu. Así se levantó, duro y embotado, y cruzó hacia la capilla lateral del Santísimo.
El Señor del Mundo. Roberto Hugo Benson. (Trad. de Leonardo Castellani)
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