Pascal nos dice que hay dos clases de
hombres: pecadores que se creen justos y justos que se creen pecadores.
Mediante sus hechos y el perdón que le
fue concedido, esta mujer desencadenó el inmenso malentendido que hay respecto
de la vieja y la nueva Ley, un malentendido que persiste en la conciencia de
muchos bautizados que, por vocación, pertenecen a la Nueva Alianza, y que, sin
embargo, por razón de su formación o quizá por una cuestión de reflejos, aún
pertenecen a la Antigua.
Son innumerables los cristianos de nuestras parroquias
(y se los hallará incluso allí donde hay gente consagrada a la vida religiosa)
que aún retienen la noción de una pureza legal que los dispensaría de toda
humildad, cuando no de la caridad misma: con tal de que se sientan en paz en lo
que a la observancia de reglas externas se refiere y si no por otra cosa, por
lo menos que con eso se ganen la aprobación de la opinión pública de los
piadosos.
Los del partido de Simón el Leproso son
más numerosos que los de María Magdalena.
La antinomia es total, la
incompatibilidad entre estas dos razas de hombres es decisiva y no se puede
pertenecer a un bando sin enemiga respecto del otro, como se desprende a las
claras de muchas de las parábolas de Cristo en que se destaca su dureza con el
fariseo y su compasión con los pecadores. Simón el Fariseo se tiene por
"puro" y de allí que se convierta en pecador, impenitente porque su
pecado consiste en creer que está sin pecado.
María Magdalena se conoce a sí misma,
se reconoce, se proclama "impura" y pecadora; y aquí por qué alcanza
la fuente de toda pureza.
En
esta humildad y en esta contrición encuentra su justificación.