jueves, agosto 28

Hombre Lobo


Un amigo, rescatando del recuerdo lecturas juveniles, me mandó un fragmento de la historia de un lobo. Domesticado, pero lobo al fin.

Dice Charbonneau-Lassay que el lobo se presentaba a los primeros simbolistas cristianos de Roma con una reputación deplorable. Que solo una loba entre todas las lobas escapaba al desprecio de la mayoría de los autores cristianos antiguos, y fue la que en la leyenda romana amamantó a los dos gloriosos gemelos Rómulo y Remo.


Con todo parece que Tertuliano, amonestaba a sus defensores que esa loba no era más que la imagen convencional de la prostituta Laurentina, “conocida en su tiempo con el nombre de Loba por sus prostituciones”. ¡Cortesana emérita…!”.

Incluso Constantino, que puso en sus monedas a la Loba romana con los dos niñitos y, encima de este conjunto, la cifra de Cristo, X y P, entre dos astros; y que otorga a esta composición simbólica todo el valor de una profesión de fe, debió limitarse a ponerla a los pies de Jesús.


Recién quinientos años mas tarde, Guido de Spoleto, rey de Italia y emperador de los romanos, ofrecía a la abadía de Rambona un díptico de marfil en el que la misma Loba romana sirve de sostén a Cristo en la cruz, esta vez la Loba imperial no tan sólo está a los pies del Crucificado, sino que lo lleva como en triunfo.

Quizás compartimos más de lo que pensamos con el lobo. y por eso acá va algo de la historia de Colmillo Blanco..



Colmillo Blanco estaba en camino de encontrarse a si mismo. A pesar de su madurez en cuanto a los años, y a la salvaje rigidez del molde que se le había formado, su naturaleza experimentaba una expansión. Florecían en él extraños sentimientos e impulsos involuntarios. Cambiaba su viejo código de conducta. Antes, tendía a buscar su comodidad y a evitar el sufrimiento, le repugnaban el dolor y el esfuerzo, ajustando siempre sus acciones a esas reglas. Ahora era diferente. Los nuevos sentimientos que le dominaban le inducían muchas veces a aceptar la incomodidad y el dolor por su dios. De madrugada, en lugar de dar vueltas o dedicarse a cazar, o echarse en un rincón abrigado, esperaba en los desabridos escalones de la cabaña sólo para ver la cara del hombre. De noche, cuando volvía, Colmillo Blanco abandonaba el plácido lugar donde dormía, que él mismo se había construido en la nieve, sólo para gustar de la caricia en la cabeza o para oír las palabras de saludo. Hasta olvidaba la carne, la misma carne, para estar con él, o para recibir una caricia, o para acompañarle a la ciudad. El amor había reemplazado a la gana, pues era la senda que podía llegar a las capas más profundas de su ser, hasta donde nunca había alcanzado la segunda, pero de donde emergía ahora, como respuesta, aquélla cosa nueva. Devolvía lo que se le daba. Ciertamente este era un dios del amor, radiante y lleno de afecto, a cuya luz, la naturaleza de Colmillo Blanco se expandía como una flor al sol.
Pero no demostraba sus afectos con grandes extremos. Era demasiado viejo para eso, su carácter había adquirido ya demasiada rigidez para que pudiera expresarse en forma desusada. Poseía un dominio demasiado grande de si mismo, se sentía demasiado fuerte en su propio aislamiento. Había cultivado durante mucho tiempo la reticencia, la soledad y el mal humor, lo que hacía imposible que cambiara ahora. Nunca había aprendido a ladrar en su vida y ya no podía hacerlo, ni siquiera para saludar a su dios. Nunca se cruzaba en su camino, la expresión de su afecto nunca era extravagante o tonta. Nunca corría a su encuentro, sino que esperaba a una cierta distancia, que mantenía siempre, pues en todo momento se le encontraba cerca de él. Su amor parecía algo así como una adoración, muda, profunda, silenciosa. Expresaba sus sentimientos sólo mediante la luz de sus ojos, que seguían sin cesar todos los movimientos de Scott. A veces, cuando su amo le hablaba, demostraba estar poseído de una cierta clase de vergüenza, causada por la lucha de su amor que quería expresarse y su incapacidad física para demostrarle

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