lunes, septiembre 8

Adoremus in aeternum Sanctissimum Sacramentum.




Es tan grande la dignidad de este sacramento que, solamente puede realizarse in persona Christi.

Ahora bien, todo el que hace una cosa en nombre de otro, debe hacerla por la potestad concedida por él. Pues bien, como al bautizado Cristo le concede la potestad de recibir la eucaristía, así al sacerdote, cuando se le ordena, se le concede la potestad de realizar este sacramento in persona Christi.
Con esta ordenación se le pone en el grado de aquellos a quienes dijo el Señor: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19). Por eso hay que decir que es propio del sacerdote la confección de este sacramento.

Un laico justo está unido espiritualmente a Cristo por la fe y la caridad, pero no por la potestad sacramental. Por tanto, posee el sacerdocio espiritual para ofrecer hostias espirituales, de las que-se habla tanto en Sal 50,19: El sacrificio agradable a Dios es un espíritu contrito, como en Rom 12,1: Ofreced vuestros cuerpos como hostia viva. Por lo que en 1 Pe 2,5 se atribuye a todos un sacerdocio santo para ofrecer víctimas espirituales.


Corresponde al sacerdote la administración del cuerpo de Cristo por tres razones.

Primera, porque, como acabamos de decir (a.l), consagra in persona Christi. Ahora bien, de la misma manera que fue el mismo Cristo quien consagró su cuerpo en la cena, así fue él mismo quien se lo dio a comer a los otros. Por lo que corresponde al sacerdote no solamente la consagración del cuerpo de Cristo, sino también su distribución.

Segunda, porque el sacerdote es intermediario entre Dios y el pueblo (Heb 5,1). Por lo que, de la misma manera que le corresponde a él ofrecer a Dios los dones del pueblo, así a él le corresponde también entregar al pueblo los dones santos de Dios.

Tercera, porque por respeto a este sacramento ninguna cosa lo toca que no sea consagrada, por lo tanto los corporales como el cáliz se consagran, lo mismo que las manos del sacerdote, para poder tocar este sacramento. Por eso, a nadie le está permitido tocarle, fuera de un caso de necesidad, como si, por ej., se cayese al suelo o cualquier otro caso semejante.

Santo Tomás de Aquino