¿Que puedo saber yo parado en el fin del mundo, al fin del tiempo, al final de todas las cosas, sobre soluciones a crisis financieras?.
Dicen que ésta se parece a la del 30.
¡Qué linda época en la que todavía se podía hacer algo mas que guardar!
Y sin embargo... no se pudo hacer nada.
Nuestra modesta economía está recargada con el sostenimiento de una masa parasitaria insoportable: banqueros que se enriquecen prestando a interés caro el dinero de los demás; propietarios de grandes fincas, que sin amor ni esfuerzo, cobran rentas enormes por alquilarlas; consejeros de grandes compañías diez veces mejor retribuidos que quienes con su esfuerzo las sacan adelante; portadores de acciones liberadas a quienes las más de las veces se retribuye a perpetuidad por servicios de intriga; usureros, agiotistas y correveidiles. Para que esta gruesa capa de ociosos se sostenga, sin añadir el más pequeño fruto al esfuerzo de los otros, empresarios, industriales, comerciantes, labradores, pescadores, intelectuales, artesanos y obreros, agotados en un trabajo sin ilusión, tienen que sustraer raspaduras a sus parvos medios de existencia. Así, el nivel de vida de todas las clases productoras españolas, de la clase media y de las clases populares, es desconsoladoramente bajo; para España es un problema el exceso de sus propios productos, porque el pueblo español, esquilmado, apenas consume. He aquí una grande y bella tarea para quienes de veras considerasen a la patria como un quehacer: aligerar su vida económica de la ventosa capitalista, llamada irremediablemente a estallar en comunismo; verter el acervo de beneficios que el capitalismo parasitario absorbe en la viva red de los productores auténticos, ello nutriría la pequeña propiedad privada, libertaría de veras al individuo, que no es libre cuando está hambriento y llenaría de sustancia económica las unidades orgánicas verdaderas: la familia, el Municipio, con su patrimonio comunal rehecho, y el Sindicato, no simple representante de quienes tienen que arrendar su trabajo como una mercancía, sino beneficiario del producto conseguido por el esfuerzo de quienes lo integran. Para esto hacen falta dos cosas: una reforma crediticia, tránsito hacia la nacionalización del servicio de crédito, y una reforma agraria que delimite las áreas cultivables y las unidades económicas de cultivo, instale sobre ellas al pueblo labrador revolucionariamente y devuelva al bosque y a la ganadería las tierras ineptas para la siembra que hoy arañan multitudes de infelices condenados a perpetua hambre.
José Antonio Primo de Rivera. Madrid, 12 de enero de 1936
Es hoy el día siguiente al de la catástrofe del dólar, estamos a poco más de un año de la caída de la libra, y probablemente en vísperas del desmoronamiento de casi todo lo que aún aparenta estar en pie.
Vemos cómo se quiebran, unas tras otras, las orgullosas construcciones económicas de nuestro tiempo: la política de los cartels poderosos, la política de los trusts formidables, la política de los salarios altos, la política de la sobreproducción, la política del crédito superabundante, la política de las valoraciones artificiales, la política de los grandes gastos públicos, la política de los consumos excesivos, la política de los nacionalismos exclusivistas, la política del Estado policía que no hace nada, y la política del Estado productor que pretende hacerlo todo.
En todos los climas y en todos los continentes, las medidas más opuestas, las orientaciones más encontradas, producen sólo ruinas; en las finanzas públicas, en el crédito, en los capitales, en la propiedad, en los salarios, en el mundo del trabajo se amontonan los escombros en una devastación sin igual.
El momento económico y social no puede estar más perturbado, ni puede ser más oscuro.
¿Y precisamente cuando aún no se adivina la luz que ha de alumbrar los tiempos nuevos, es cuando los hombres del gobierno van a lanzar en el proyecto de Constitución las grandes líneas de la construcción futura?
Muchos lo juzgarán osado; no pocos lo creerán, al menos, prematuro. Pues bien, yo que en los momentos de alucinación colectiva temo más a los remedios que a los males, creo que es éste el momento oportuno de trazar en esta pequeña casa portuguesa, cuyos intereses a nadie importarán en el mundo más que a nosotros, las grandes líneas directivas de su gobierno, los principios fundamentales de su estructura económica, el espíritu, por así decir, de su actividad y de su trabajo.
Una cosa son los síntomas que pueden desaparecer, y otra la dolencia profunda que mina la vida económica y social, que multiplica las crisis y las hace cada vez más violentas y más devastadoras, que engendra este malestar permanente, que amenaza en ciertos momentos todo lo que
Hemos adulterado el concepto de riqueza; lo hemos separado de su propio fin de sustentar, con dignidad, la vida humana; hemos hecho de él una categoría independiente que nada tiene que ver con el interés colectivo, ni con la moral, y hemos supuesto que amontonar bienes sin utilidad social, sin normas de justicia en su adquisición y en su uso, podía constituir una finalidad de los individuos, de los Estados o de las naciones.
Hemos deformado la noción del trabajo y la persona del trabajador. Olvidamos su dignidad de ser humano, consideramos tan sólo su valor de máquina productora, medimos y pesamos su energía, y no nos acordamos siquiera de que es elemento de una familia, y que la vida no está sólo en él, sino en su mujer, en sus hijos, en su hogar.
Fuimos más lejos: disociamos el hogar; utilizamos a la mujer y al niño como valores secundarios, más baratos, de la producción –unidades sueltas, elementos igualmente independientes unos de otros, sin vínculos, sin afectos, sin vida común- y destrozamos prácticamente la familia. De un solo golpe desmembramos el núcleo familiar, aumentamos la concurrencia de trabajadores con la mano de obra femenina, y no le dimos en forma de salario lo que corresponde a la productividad de una buena ama de casa y a la utilidad social de una ejemplar madre de familia.
Desligamos al trabajador del cuadro natural de su profesión: libre de los vínculos asociativos, quedó solo; sin la disciplina de la asociación, quedó libre, pero débil. Luego consentimos que se agremiase con otros, y él lo hizo, como reacción, no para cumplir un fin de solidaridad y consciente de la necesidad de coordinar todos los elementos para la obra de producción de la riqueza, sino contra alguien o contra algo: contra los patronos, considerados como clase enemiga, contra el Estado, que es la garantía del orden; hasta contra otros obreros, en una fatal repercusión de las violencias y excesos practicados, o de las imposiciones que, realizadas en un sector, desequilibran a veces, y en detrimento de los propios trabajadores, las otras ramas de la producción. Ni elevación intelectual o moral, ni perfeccionamiento técnico, ni instrumentos de previsión, ni espíritu de cooperación; sólo odio, odio destructor.
Empujamos al Estado, primero hacia una pasividad absoluta, que no tenía o no quería tener nada que ver con la organización de la economía nacional, y después hacia un intervencionismo absorbente de la producción, de la distribución y del consumo de las riquezas. Siempre que lo hizo, dondequiera que lo hizo, frustró las iniciativas, se sobrecargó de funcionarios, aumentó de un modo desmedido los gastos y los impuestos, disminuyó la producción, dilapidó grandes sumas de riqueza privada, restringió la libertad individual, se hizo pesado, enemigo insoportable de
Sí; la crisis que sufrimos va ciertamente a pasar, pero lo esencial es saber si la enfermedad que mina la economía de las sociedades modernas será, por fin, atacada, porque si bien es cierto que se está consumando ante nuestros ojos el proceso de la democracia y del individualismo, el proceso de la economía materialista está concluso: todo falló. Tenemos, pues, vedado ese camino, y no veo otro que substituir los graves yerros que han torcido la visión de los conductores de hombre en el mundo, por conceptos equilibrados, justos y humanos de la riqueza, del trabajo, de la familia, de la asociación, del Estado.
Discurso pronunciado por Olveira de Salazar el 16 de marzo de 1933
1 comentario:
Almacenero, me va Ud. a hacer llorar.
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